Zaragoza-S.Sebastián-Biarritz-Bayona-Agen-Burdeos-Tours-Chartres-Paris-Lyon-Avignon-Niza/Montecarlo-Frèjus-Séte-Sigean-Le Boulou-S. Felíu de Guíxols-Barcelona-Zaragoza.
Del 18-7 al 29-8 de 1.960
Cuando inicié este viaje en compañía de un amigo de estudios, ni yo mismo creía realizable la ruta bastante larga que nos habíamos fijado en España valiéndonos de un mapa francés, señalando centenares de kilómetros con un lápiz, ruta que habríamos de cubrir mediante el económico medio de transporte como es el “auto-stop”.
Después de todo un curso de preparativos, discusiones, papeleo y tras haber aprobado el Preuniversitario, llegó el día 18 de julio, fecha señalada de antemano como principio de nuestra excursión que habría de durar un mes y medio. Y empieza el viaje.
18 de julio, lunes
Salimos de Zaragoza una mañana cálida en un lento tren correo con dirección a San Sebastián en el que también viajan varios soldados navarros, licenciados, que vuelven a sus casas, y que para celebrarlo se bajan en cada estación y apeadero en que para el tren y se toman uno o dos potes, como dicen ellos, y nos hacen acompañarles en la celebración; menos mal que son de algún pueblo de la Ribera y podemos continuar como viajeros normales y no como viajeros borrachos. Tras haber cubierto los 300 kilómetros que separan Zaragoza de San Sebastián en un intermedio de once horas, llegamos a la capital donostiarra. Dejamos nuestro impedimento en el albergue y, en compañía de un portugués, salimos a ver la ciudad. Visitamos la magnífica playa de la Concha, el típico puerto de pescadores y las calles más céntricas en las que aún se perciben los últimos ecos del festival cinematográfico que desde hace ocho años se celebra en la ciudad, cuyas calles están llenas de grandes carteles que anuncian las películas a concurso. No sé si en concurso o fuera de él, se promociona mucho el descubrimiento del último prodigio del cine español, la niña cantante Marisol, de doce años, que acaba de debutar en el cine con la película “Un rayo de luz”.
Estando contemplando desde la Concha la magnífica vista hacia el mar: la isla de Santa Clara enfrente, el monte Igueldo a la izquierda y el Urgull a la derecha, un viejecito pega la hebra con nosotros para escandalizarse de la inmoralidad que supone el que las jóvenes y, no tan jóvenes señoras, lleguen vestidas desde su casa y sin importarles la presencia del Sagrado Corazón que corona esta última montaña, se desvistan y queden en bañador, para tomar el sol y bañarse. Eso en sus tiempos no ocurría, dice
19 de julio, martes
Vemos frustrado nuestro proyecto de bañarnos en la playa pues llueve toda la mañana, así que cambiamos de planes y subimos andando al monte Igueldo, desde el que se divisa una extraordinaria vista de la ciudad. Por la tarde, ya despejado el cielo, tomamos un tren para Irún. En la estación de San Sebastián nos encontramos un estudiante bilbaíno que, residente en San Sebastián, cruza muchas veces la frontera. Este muchacho la pasa con nosotros, nos invita a una cerveza en Hendaya y nos acompaña hasta San Juan de Luz; allí tomamos un autobús para Biarritz donde llegamos a las nueve de la noche bajo una intensa lluvia, y descubrimos con desconsuelo que el albergue no está en la misma ciudad. La suerte nos compensa con la invitación que uno de los pasajeros del autobús, un español de Valencia que trabaja aquí, se compadece de nosotros y nos lleva a pasar la noche a la casa que comparte con un hermano.
20 de julio, miércoles
Nos levantamos a las seis de la mañana, hora en que nuestro amigo español y su hermano tienen que comenzar el trabajo en una fábrica de calzado. Dejamos las mochilas en la casa con la intención de permanecer todo el día en Biarritz pero ante la insistente lluvia, que no cesa en toda la mañana, almorzamos en una playa que se llama “la chambre d`amour” , recogemos nuestro bagaje, nos despedirnos de los hermanos que tan desinteresadamente nos han brindado cobijo y tomamos un autobús que nos traslada a Bayona, distante pocos kilómetros de Biarritz.
21 y 22 de julio, jueves y viernes
En Bayona permanecemos dos días enteros ocupados en ver la ciudad y pasear en compañía de algunos miembros del albergue. Hacemos varias amistades masculinas y femeninas que contribuyen a que resulte corta nuestra permanencia en esta ciudad. Bayona es una ciudad muy bonita que goza de mucho turismo dada su proximidad a la costa cantábrica. Posee bonitos jardines y paseos así como dos ríos, o mejor canales, con un magnífico puente que tenemos que atravesar para ir al albergue. Es el albergue muy acogedor y familiar, regentado por una señora muy amable. Por su proximidad a España nos encontramos con muchos españoles, alguno de los cuales ya habían recorrido Francia e Inglaterra. El segundo día por la noche vamos a un baile público al aire libre que se celebra todos los jueves y sábados y lo pasamos muy divertido. Me encuentro con una francesita que estudia español y que es mi pareja hasta que termina el baile a las dos de la mañana. Es una chica muy simpática, monitora en una colonia veraniega.
Nuestra alimentación, hasta ahora, ha consistido en los fiambres que traíamos de España más latas de conserva; a partir de ahora compramos leche, patatas, carne y huevos, que cocinamos en el albergue. Estamos bastante satisfechos y mañana comenzaremos la verdadera aventura del auto-stop, ya que hasta ahora nuestra locomoción ha sido pagada. El viernes, día 22, amanece tristón y con algunas gotas, lo que no impide que salgamos a la carretera. Sin situarnos siquiera y con las mochilas todavía al hombro, a la primera señal de auto-stop se detiene un magnífico Mercedes, penúltimo modelo, que nos lleva de un tirón hasta Agen (250 Km). Nuestra intención era trasladarnos directamente a Burdeos sin separarnos de la Nacional 10 pero ante la tentación de internarnos en Francia con un solo coche, subimos y llegamos a Agen a las cinco de la tarde. No queremos continuar y acampamos en un prado muy bonito entre un canal por el que transitan gabarras de carga y el río Garona, a medio kilómetro del pueblo. Entretenemos la tarde viendo transitar y maniobrar las gabarras, poniendo mucho cuidado los patrones cuando se cruzan, cenamos y ya con la noche cerrada nos metemos en la tienda a dormir pues no hay nada que hacer en la oscuridad. En esas estamos cuando nos despierta un ruido que parece provenir de un roce fuerte contra los vientos de la tienda; más que asustados, tras un momento en que ninguno de los dos parece dispuesto a salir a ver qué pasa, empuño en una mano la linterna y en la otra una navaja y salgo fuera, dando gritos, a batirme con el invisible enemigo; pero por allí no hay nadie, afortunadamente. Tanto si era humano como animal lo que produjo el ruido se debió asustar tanto como nosotros, que tardamos un buen rato en volver a dormirnos, prometiendo no acampar de nuevo en un paraje tan aislado.
23 de julio, sábado
Salimos hacia Burdeos muy de mañana y no tenemos mucha suerte hasta las once. En primer lugar nos recoge una camioneta que nos lleva diez kilómetros; el conductor, un transportista de pueblo, usando un peculiar francés que no alcanzamos a entender del todo, se esfuerza en indicarnos que, al salir, abramos desde la manija exterior, sacando el brazo, pero no conseguimos entenderle; él cada vez más enfadado, gesticula hasta que conseguimos entender que los gritos que lanza se pueden traducir por “au dehors”, au dehors”, o sea, “desde fuera”, “desde fuera”, lo que nos lleva a pensar que el francés, más bien académico, que conocemos, no nos va a servir de mucho en ciertas ocasiones. Luego un 2CV otros diez kilómetros. Al poco se detiene, a una señal mía, un reluciente Renault Fregate con sólo el conductor, quien manifiesta que llevará a una sola persona; ante esta situación es mi compañero quien sube al coche, yendo directos a Burdeos. Yo me quedo en la carretera esperando que pare pronto otro coche que me quiera llevar. Al cabo de un rato se para un Mercedes que me lleva unos 25 Km, luego una camioneta Peugeot 203 que me acerca otros tantos, haciendo el resto hasta Burdeos en un 2CV conducido por un representante de aceite de cacahuete. Llego a Burdeos sobre las dos y en llegar al albergue empleo otras dos horas ya que se halla situado en Talence, un municipio a siete Kms. del centro de Burdeos. Cuando llego al albergue ya está instalado mi compañero y le pregunto qué tal ha sido su viaje, aún intrigado porque el conductor aquél sólo quisiera llevar a uno de los dos. Mi compañero, en un tono como burlón, me comenta que el tal conductor tenía otras intenciones que la solidaria de ayudar pero que él, viéndole venir, tras alguna aproximación en falso, le enseñó una navaja de dimensiones más que respetables, añadiendo, como quien no quiere la cosa, que los españoles éramos diestros en el manejo de tal herramienta, en la tradición de los gitanos andaluces, versión Mérimée. Con tales argumentos parece que el fulano no insistió y mi amigo pudo relatar con orgullo su victoria en aquél trance, resuelto con ingenio y determinación. Así, al menos nos lo relató Clavería y así le creímos. La navaja, por cierto, la conocía yo bien por ser, la suya y la mía, elementos habituales en la preparación de nuestra alimentación básica (bocadillos principalmente), que incluía argumentos para disuadir a un mariposo ocasional. Pasamos el resto de la tarde lavando ropa y charlando con unos españoles. Mi compañero se resfría un poco y se acuesta; yo hago amistad con unos franceses que me dan una aspirina para él. En el albergue hay terreno para camping así que plantamos la tienda.
24 de julio, domingo
Nos levantamos con la doble intención de visitar la ciudad e ir al cine a ver alguna película que no podamos ver en España, y ya tenemos en mente una de la que venimos viendo publicidad desde que entramos en Francia. Burdeos es bastante grande pero de aspecto antiguo e industrial. Damos vueltas por el centro, vemos un mercado al aire libre en el que se puede adquirir desde sardinas arenques hasta calzado y bicicletas, los muelles del Garona con sus típicos descargadores, vendedores de tabaco americano, etc. Comemos, o mejor dicho, desayunamos en una tienda y por la tarde, a las 2,30 entramos, efectivamente, en el Cinèma Trianon a ver la famosa película italiana La Dolce Vita, con Marcelo Mastroiani, Anouk Aimée y Anita Ekberg, que en francés se titula La Doucer de Vivre. A pesar de las dificultades del idioma, captamos más o menos el argumento pero sobre todo la exuberancia y sensualidad que transmiten los actores, especialmente en la famosa escena del baño nocturno de Anita en la Fontana de Trevi. Celebramos haber tenido la experiencia de ver la cinta, que sólo quienes viajan al extranjero pueden tener. Después del cine damos unas vueltas por la ciudad y regresamos al albergue.
25 de julio, lunes
Nos quedamos otro día más en Burdeos con objeto de tomar fuerzas para el viaje que vamos a emprender al día siguiente. Por la mañana volvemos a ir a la ciudad, hacemos la compra, vemos otro poco la población y regresamos al albergue a la hora de comer. Allí hay buena representación de alemanes e ingleses con quienes intimamos un poco. Después de comer llegan tres españoles, dos de Zaragoza y un estudiante de Salamanca. Pasamos la tarde en el albergue y hacían las siete vamos los cinco a Burdeos a pié. Merodeamos por la ciudad y a las once nos metemos en un cine a descansar. Proyectan “La veuve joyeuse”. A la salida tenemos que volver también a pié, siete Km de ida y otros tantos de vuelta.
26 de julio, martes
Salimos del albergue todos los españoles en la misma dirección pero con metas distintas; mi amigo y yo vamos a Poitiers mientras los demás quieren llegar a Paris. Salen del albergue al mismo tiempo dos alemanas. Mi compañero y el estudiante de Salamanca se quedan con ellas mientras los dos hermanos de Zaragoza y yo continuamos ruta. Después de andar siete u ocho kilómetros y haber tomado dos autobuses, nos escalonamos en la carretera y al cabo de dos horas me para un Wolswagen que me lleva directo a Poitiers. El conductor del vehículo es un alemán que trabaja en España desde hace cinco años, muy amable, que me invita a comer. Cuando llego a Poitiers son las cinco de la tarde. Me instalo en el albergue y salgo a dar una vuelta por la ciudad, que es bastante bonita. Junto al albergue hay un riachuelo muy agradable que congrega cantidad de pescadores que raramente sacan algún pececito. La ciudad parece más turística que Burdeos y las calles tienen más animación. Cuando regreso al albergue planto la tienda y como Clavería aún no ha llegado, me acuesto.
27 de julio, miércoles
Me levanto temprano y descubro que en una tienda cercana a la mía, sentada a la puerta, hay una chica morena de gruesos labios, que había visto la noche anterior, comiéndose una manzana para desayunar; nos saludamos por gestos y me aproximo a ella; me ofrece manzana y se mete en la tienda para coger una. Yo la sigo sin reflexionar, cuando veo que otras tres chicas a medio despertar se incorporan de los catres en ropa interior, sorprendidas por la intrusión de un extraño, mientras la de la manzana se desternilla de risa y se disculpa con gestos de “yo no he sido”. Entre corrido y triunfante salgo de la tienda, escuchando las risotadas cómplices de las chicas. Después de prepararme el desayuno juego un rato al ping-pong y luego salgo a dar una vuelta, haciendo tiempo a que llegue mi compañero. Hacia las doce y media, estando hablando con una chica del albergue en un puente del río, veo que Clavería y el de Salamanca pasan en un coche, les doy un grito y el coche se detiene. Los tres vamos al albergue y comemos allí. Ni un comentario de dónde han pasado la noche. Por la tarde visitamos la ciudad y más bien tarde regresamos para cenar y acostarnos pues ya no tenemos ganas de salir. Por la noche refresca bastante y duermo vestido y enrollado en la manta.
28 de julio, jueves
Salimos del albergue José Luis, el de Salamanca, y yo solos pues mi amigo se queda escribiendo una carta; andamos varios kilómetros hasta que nos situamos bien en la carretera y después de esperar los dos juntos sin resultado nos separamos, quedándome yo el primero. Poco rato pasa cuando para una furgoneta Simca cuyo conductor, gentilmente, recoge también a “Anda gitano” y nos lleva unos quince kilómetros; al rato nos para un 2CV que nos lleva otros 40-50 Km. Comemos en la carretera chorizo de su mochila, auténtico de Salamanca, del que lleva varias vueltas, que consume como único plato, y una lata de foiegras que aporto yo. Esperamos un par de horas sin que nadie se apiade de nosotros y decidimos separarnos a ver si hay más suerte, tocándome esta vez colocarme segundo. A la media hora me recoge José Luis que va en un estupendo auto americano que nos lleva unos 20 Kms. Seguimos juntos cuando el mismo coche americano de antes nos vuelve a recoger y nos lleva otros 25 Km; debe de ser un representante que va haciendo la ruta. Andamos un rato para superar una empinada cuesta donde sea más fácil que paren los coches y aquí merendamos más chorizo con pan para reparar fuerzas. Pasa más de una hora sin que pare nadie y, por fin, nos coge un Peugeot 403 que es, junto al Citroen DS, lo mejor que circula por la carretera y con este llegamos a Tours donde ya se ha instalado Clavería, que nos ha precedido. Nos lavamos, preparamos la cena y luego hacemos una breve visita a la ciudad que se encuentra bastante alejada del albergue; éste está emplazado en uno de los famosos “Chateux” del Loira. Entre los residentes hay varios jóvenes franceses negros, algo anómalo para nosotros, que no tenemos gente de color; nos choca que estos jóvenes pasen muchos ratos en la ducha , por el complejo que les da su fuerte sudor, dice un entendido, que no debe ser un campeón de la higiene.
29 de julio, viernes
Después de desayunar vamos los tres, el de Salamanca, mi amigo y yo andando a la ciudad; hacemos la compra y nos volvemos al albergue pues hace mucho calor. Normalmente los desplazamientos al centro los hacemos a pié para ahorrarnos los 70 fr. (70 cts. de NF) que cuesta el trolebús. Una vez allí nos duchamos, comemos y sesteamos en el césped que rodea el chateau. Pasado el calor más fuerte de la tarde volvemos a Tours, andando, naturalmente, y hacemos una visita detenida de sus calles, avenidas, paseos, fuentes, comercios y, así, paseando, llegamos al río Loira. La ciudad, con su mercado al aire libre, que exhibe una variada mezcla de productos de boca y otro tipo de artículos, nos gusta y nos admira, especialmente sus panaderías, tiendas de comestibles y carnicerías, modelos de limpieza, orden y presentación exquisita. Regresamos al albergue pasadas las doce de la noche y, cansados, nos acostamos.
30 de julio, sábado
Salimos de Tours con dirección Chartres o Paris, según la oportunidad. Al decir salimos quiero decir que intentamos salir. Tomamos el trolebús cerca del albergue con el que atravesamos la ciudad; ya en las afueras pasamos por un mercado al aire libre y, una vez en la carretera, nos encontramos con una cola de vehículos de unos dos kilómetros que tenemos que superar andando para poder tener alguna opción de hacer auto-stop en condiciones. Resulta que al final del atasco hay un aeródromo militar del que salen los soldados con permiso y, naturalmente, sus compatriotas los recogen con preferencia a los mochileros que estamos también en cola esperando nuestro turno; así que a la hora de comer aún no hemos avanzado prácticamente nada. Para animarnos, comemos los tres juntos y luego nos separamos para ver si así tenemos más posibilidades. Por mi parte ando unos ocho kilómetros buscando oportunidades, aunque sin éxito. Hacia las cinco, tumbado en la cuneta de puro aburrimiento, veo aparecer a lo lejos a mi compañero; nuevamente lo intentamos juntos sin resultado y, cansados y aburridos, decidimos pasar la noche por allí. Pedimos permiso a un granjero para dormir en el pajar y conseguido este volvemos a la carreta hasta la puesta de sol pues no tenemos nada mejor que hacer. Cenamos de alforja y, estando yo oculto para no agobiar, para un 2CV que, ya puestos, nos lleva unos 40 Km. Prácticamente de noche otro 2CV se compadece de nosotros y nos lleva hasta Chartres, ciudad a la que llegamos pasadas las once de la noche. Esta experiencia nos enseña que no conviene salir a la carretera en fin de semana ya que los coches van llenos con familias que van al campo a disfrutar y no a cargar extraños, pero no la aprendemos del todo. En el albergue hay buen ambiente pero ni un español. Al de Salamanca no lo volvemos a ver, pena porque era simpático y llevaba unos chorizos estupendos.
31 de julio, domingo
Por la mañana visitamos la catedral gótica de Chartres, una de las tres mejores del mundo en este estilo. En el exterior, de una gran riqueza artística, destacan, además de los elementos típicos del gótico: arbotantes, vidrieras, arcos apuntados, todo tipo de adornos en columnas, recodos, fachadas, torres, etc. Tiene dos torres de las de tipo “aguja” una de la cuales es más estrecha que la otra. El interior no es menos extraordinario; desde aquí dentro se aprecian las magníficas vidrieras que transforman los rayos del sol en infinidad de colores y figuras que llenan de admiración al visitante más exigente. Aprovechamos para oír misa y después comemos. Tras reposar la comida en un bonito parque recorremos la ciudad sin prisa, admirando sus cuidadas calles y plazas y al caer la tarde volvemos a la catedral para contemplar los últimos rayos solares del día iluminando sus muros y vidrieras. No somos los únicos, numerosos turistas se dejan cautivar por el espectáculo, contribuyendo a que una ciudad relativamente pequeña parezca mayor por la cantidad de gente que llena sus calles.
1 de agosto, lunes
Hoy es día de gran alborozo para nosotros pues se va a cumplir nuestra máxima aspiración, llegar a Paris, meta de la primera parte de este viaje. La mítica ciudad de la luz se encuentra a nuestro alcance y no sólo como ensoñación; en nuestras mentes es algo más que una aglomeración urbana, es un referente de modernidad y libertad. Hemos soñado con sus amplios bulevares, su río Sena, su catedral de Nôtre Dame, su Torre Eiffel, sus cabarets, a través de los folletos turísticos que hemos ido recogiendo pero ahora todo esto y más lo vamos a ver con nuestros propios ojos y tocar con las manos. Salimos, pues, de Chartres nerviosos por llegar cuanto antes a nuestro objetivo y cubrir los escasos noventa kilómetros que nos separan de Paris. Nos situamos rápidamente en la carretera y a los cinco minutos nos para un Peugeot 403 que nos lleva directamente a nuestro destino. A unos kilómetros de la ciudad entramos en una moderna autopista y el coche que nos lleva rueda a la excitante velocidad de 150 por hora. Pasamos por un largo túnel, dejando encima el aeropuerto de Orly y enfilamos directamente a Paris, distinguiendo a lo lejos la inconfundible figura de la Tour Eiffel. Me embarga una extraña sensación mezcla de temor y satisfacción ante lo mitificado y desconocido pero, sobre todo, es emoción lo que siento al aproximarnos a la tantas veces imaginada urbe que, entre los de mi generación en España, es un desiderátum, un lugar de peregrinación a la modernidad desde la penuria intelectual y material de nuestro país. El amable dueño del Peugeot nos lleva a un albergue que conoce y que está en Suresnes; este lugar no nos convence porque está muy apartado del centro de la ciudad y sin pensarlo mucho tomamos un tren de cercanías y luego el metro hasta el Boulevard Berthier, en la Porte Clichy. La residencia es un edificio de la UNESCO en el que hay una “Ecole pour jeunes filles” que en verano dedican a residencia de estudiantes de paso y no pertenece a la red de Albergues Juveniles. Es un edificio moderno que cuenta con TV, tocadiscos y radio en el salón principal. Hay un dormitorio para chicos y otro para chicas, con duchas. Las camas son hamacas sobre las que se extienden las mantas y los sacos de dormir. Permiten estar hasta un máximo de cinco días y el precio es de 5 NF diarios, incluyendo el desayuno: café con leche y un buen trozo de baguette con un taco de mantequilla; es algo más caro que los Albergues de Juventud, sobre 3 NF, pero nos parece bien el precio incluso a nosotros que venimos de un país donde la vida está mucho más barata que en Francia; además no hay que hacer tareas de limpieza como en los albergues y el Metro está al lado. No hemos podido, pues, hacer mejor entrada en la Capital por excelencia. Muy satisfechos de nuestra suerte, comemos y por la tarde voy yo solo a Saint Denis a visitar a Josiane. Josiane es una chica con la que me he estado escribiendo todo el curso escolar en plan intercambio cultural; tiene aproximadamente mi edad y sabe que viajamos por su país y que tenemos intención de hacerle una visita pero no le he concretado la fecha de nuestra llegada, por eso voy solo para no agobiar con la repentina llegada doble. Llego a Saint Denis en un autobús y preguntando encuentro la Rue Lanne, 18 donde vive Josiane con su padres. Me presento y soy muy bien recibido por la familia Piesseau, que me invita a cenar. Tanto Josiane como sus padres son muy amables conmigo, gente trabajadora y humilde, lejos del refinamiento francés que consideramos típico del país; más bien parece una familia española de clase trabajadora que hacen lo más que pueden para que sus hijos puedan llegar a alcanzar una situación mejor que la que ellos han conseguido. En seguida nos caemos bien y no sólo porque me proporcionen una buena cena como no había tenido en días. Después de cenar Josiane y su padre me acompañan al autobús y quedamos para el día siguiente para visitar la ciudad ya que ella está de vacaciones y su padre, jubilado, tiene tiempo libre. En el albergue me espera Clavería a quien cuento los planes para el día siguiente y nos acostamos rápidamente porque estamos muy cansados. Ya tendremos tiempo de recorrer Paris durante los próximos cinco días.
2 de agosto, martes
Nos encontramos con Josiane y su padre en la boca del Metro de Porte Clichy, y por este transporte vamos hasta Notre Dame. Desde aquí iniciamos un itinerario por los Campos Elíseos, Plaza de la Estrella, Arco del Triunfo, Museo del Louvre, jardines de las Tullerías, hasta llegar a las inmediaciones de la Tour Eiffel, que se alza majestuosa a nuestro frente. Como es la hora de comer, en una panadería compramos pan, jamón york y cerveza y nos preparamos unos bocadillos que comemos en armonía y buen apetito sentados en el banco de unos jardines próximos. Tras haber descansado un rato a la sombra llegamos al pie de la Torre pero sólo observamos las increíbles proporciones y la estructura de hierro unida con remaches, sin soldaduras, nos hacer notar Mr. Piesseau, que es del oficio. Nos hubiera gustado subir en los ascensores hasta el “sommet” o parte más alta pero nuestra frágil economía nos lo impide, cuesta 4 NF, y nos imaginamos la vista desde arriba ayudándonos en las postales que se exhiben abajo como estímulo para la ascensión. Continuamos, pues, nuestro paseo por la Escuela Militar, el Sena con sus artísticos puentes, entre los que destacan los de Alejandro III, el Puente Nuevo y el Puente Real y vemos desfilar los Bateau Mouche haciendo el recorrido turístico por el río; con ellos se cruzan grandes gabarras que transportan carbón, hierro y otros materiales que utilizan el curso fluvial como vía de transporte. Hacia media tarde, ya cansados, nos trasladamos a casa de Josiane donde Mme. Piesseau ha preparado una espléndida cena para agasajarnos. Con el estómago satisfecho regresamos al albergue y aún me quedan fuerzas para hacer una visita nocturna, en compañía de un madrileño, al Paris de los cabarets, boîtes y otros antros de Pigalle, sin entrar en ninguno de ellos por razón de presupuesto pero disfrutando del ambiente alegre en el que no faltan prostitutas y pederastas. Ambiente que nos inquieta y excita a partes iguales y que gozamos como de una experiencia inimaginable en nuestra rancia Zaragoza. Definitivamente rotos de cansancio volvemos al albergue y nos acostamos.
3 de agosto, miércoles
Por la mañana vamos mi compañero y yo a visitar la Ciudad Universitaria que está en el extremo opuesto a donde residimos; tardamos una hora en llegar tras hacer cinco transbordos en el Metro. La Cité Universitaire es grandísima, cada pabellón representa un país al que acuden los estudiantes oriundos. Ocupa una extensión enorme y está toda rodeada de jardines y campos de deportes. Volvemos al albergue, nos preparamos la comida y hacemos un poco de siesta española. A media tarde vamos el madrileño de ayer y yo a pie a Montmartre. Subimos al Sacré Coeur desde donde se divisa una panorámica extraordinaria de la ciudad: Notre Dame, los Campos Elíseos, la Torre Eiffel, el Sena, todo lo más representativo de Paris. Lamento no haber dispuesto de la oportunidad de traer una cámara fotográfica para obtener recuerdos perdurables de la visita; nos contentamos con comprar unos pocos souvenirs baratos y descendemos por entre jardines escalonados que dan acceso al Sagrado Corazón. Deambulamos por las calles de Montmartre mirando las tiendas y los puestos de pintores ambulantes y ya de noche tomamos el Metro para volver al albergue. Después de cenar damos una vuelta por los alrededores, regresamos pronto y nos acostamos.
4 de agosto, jueves
Después de desayunar me quedo charlando con una alemana y salimos juntos a hacer unas compras; compro para Josiane tres discos postales para agradecerle a ella y a su familia la extraordinaria acogida que nos han dispensado tanto a mí como a mi compañero. Nos preparamos la comida en el albergue y hacemos la sobremesa escuchando tocar la guitarra a unos españoles. Por cierto, estos españoles, un grupo de tres o cuatro, que cuando actúan siempre están rodeados de chicos y chicas, cantera para el ligue, van organizadísimos; no sólo tocan y cantan para entretenerse más lo que caiga, sino que uno de ellos, al menos, cocina estupendamente. En una lata de tomate grande ha preparado unas judías con chorizo que no las hace mejor una buena madre; nos ofrecen un plato, pues han hecho de sobra, con el que complementamos nuestra repetitiva dieta consistente, normalmente, en bocadillos o sea pan con algo dentro, huevos fritos con salchichas y patatas hervidas, mayormente; menos mal que las baguettes están tan buenas que por sí solas ya son media ración. Entre las judías, los cantos y el cansancio acumulado me quedo dormido en el alfeizar de una ventana baja, menos mal, y me despiertan las bromas y el cachondeo de los asistentes por haberme quedado frito en tan original lecho. Por la tarde voy a despedirme de la familia Piesseau y aprovechando que cenan temprano me hacen acompañarles. No sé como agradecerles su hospitalidad y les invito, en nombre de mis padres, a nuestra casa de Zaragoza. Nos despedimos con besos y abrazos y remachan su bondad regalándome unas cuantas latas de conserva “pour le chemin”, me dice Mr. Piesseau. El y Josiane me acompañan al autobús y nos comprometemos a vernos de nuevo en un futuro no muy lejano. De regreso al albergue, me esperan mi compañero y el madrileño para irnos a Saint Germain de Prés. Tomamos el Metro hasta la Tour Eiffel, que está muy iluminada, y por la ribera del Sena bajamos hasta St. Germain. Entramos y salimos de alguna de las típicas cuevas existencialistas tan de moda en la época pero no vemos ni a Sartre ni a Simone de Bouvoir, que deben estar fuera de Paris, con este calor. Pasamos un buen rato viendo el desfile del paisanaje por las calles y callejuelas del barrio y la exhibición de fuerza de la policía que vigila el ambiente, especialmente a los camellos que venden marihuana con poco disimulo. Cuando queremos darnos cuenta de la hora ya no funciona el Metro, por lo que tenemos que volver a pié. Durante la marcha hasta el albergue, que tardamos dos horas en cubrir sirviéndonos de un plano de la ciudad, tenemos la ocasión de pasar junto al Louvre, la Opera y muchas avenidas importantes de la ciudad. Cuando llegamos estamos cansadísimos y muertos de hambre y nos enteramos de que a un compatriota le han robado la maleta y tres mil pesetas que llevaba dentro. A este se le han terminado las vacaciones. Nos acostamos rápidamente.
5 de agosto, viernes
Por la mañana voy al Bois de Boulogne con un compañero de albergue madrileño. Es un parque enorme, los folletos dicen 900 Ha, con un lago en el centro en el que la gente pesca libremente, también hay barcas de recreo y cantidad de patos de diferentes clases; en este tranquilo y bucólico ambiente nos recreamos toda la mañana. De regreso en Metro al albergue, comemos y hacemos una pequeña siesta antes de emprender la que será nuestra última tarde en esta ciudad que nos ha cautivado con su magnífico diseño urbanístico, sus monumentos y con el ambiente de sus gentes en calles y avenidas. Prometo volver en la primera ocasión que tenga. Un poco mustios por la inminente despedida, vamos al cine con mi compañero a ver ”Le Pont”, una película terrible que narra, al final de la II Guerra Mundial, la historia de un grupo de adolescentes alemanes estudiantes de instituto, que son movilizados y enviados sin entrenamiento a defender un puente. Para quitarnos el mal sabor de boca que nos ha dejado la película, pasamos el resto de la tarde en Pigalle disfrutando por última vez de su alegre y desenfadado ambiente. Volvemos al albergue, cenamos y nos acostamos.
No quiero dejar de reseñar algo que percibimos desde nuestra llegada a Paris que nos sorprendió. En seguida nos dimos cuenta de que la policía se saltaba los semáforos en rojo, pasando a toda velocidad haciendo sonar las sirenas. Extrañados, en cuanto tuvimos oportunidad, preguntamos la causa de aquél comportamiento y nos explicaron que se trataba de evitar atentados por parte de la OAS (Organisation de l’Armée Secrète), franceses argelinos (“pieds noir”) descontentos con la política hacia Argelia adoptada por el General De Gaulle. Nos quedamos de piedra. ¿La policía francesa acosada por una especie de maquis?
6 de agosto, sábado
De nuevo cargados con las mochilas, abandonamos el albergue un poco tristes por dejar Paris pero en seguida se nos pasa ante la expectativa de encontrar nuevos amigos y aventuras. Primero en Metro hasta la Porte D’Italie y después en un trolebús llegamos a la N-7, que lleva a Lyon. Tras un buen rato de espera nos para un Simca que nos lleva unos 30 Kms. Tomamos un bocadillo a pié de ruta y esperamos bastante hasta que una furgoneta nos lleva otros 30 Kms. Volvemos a esperar y otra furgoneta nos acerca 15 Km; al poco un Citroen DS, la perla de la carretera, nos lleva hasta Sens, en la Borgoña, dejando atrás Fontainebleau. Continuamos con la tarea de practicar auto-stop, sin éxito, y ante la tozudez de los coches en no parar, plantamos la tienda cerca de la carretera, tomamos algo y nos acostamos.
7 de agosto, domingo
Bien descansados, nos despertamos alegres deseando llegar a Lyon. Pero antes hay que hacer algo por el cuerpo; me acerco al pueblo, hago la compra y nos preparamos huevos fritos para desayunar, como los granjeros. Con optimismo iniciamos las señales de parada pero no para ni dios, ni juntos ni por separado. Parece que en Tours no terminamos de aprender la lección de no hacer auto-stop en fin de semana por lo que volvemos a purgar por nuestra insensatez. Aburridos como estamos, se une a nosotros un alemán a quien la suerte tampoco sonríe y los tres juntos pasamos casi todo el día; comemos, hacemos la siesta y volvemos a la tarea pero sin mejor resultado, así es que volvemos a plantar la tienda en el mismo sitio que el día anterior y pasamos la segunda noche sin haber avanzado ni un kilómetro, en la confianza de que mañana será más productivo.
8 de agosto, lunes
Nos levantamos con ilusión aunque también con el mal recuerdo de ayer. Más de una vez hemos pensado: ¿no se habrá decretado alguna ley que prohíba pararse a los conductores a recoger auto-stopistas? Pero no debe haber sido así porque, situados en la carretera separados, yo delante, no pasa mucho rato cuando me para una camioneta que, por no disponer de sitio, no puede recoger también a mi compañero, así que subo solo y me aproximo a destino unos 40 Km, no mucho, pero algo es algo después de la sequía de ayer. Más animado, hago señal a un Peugeot que para y dentro va mi compañero. En este coche, muy contentos, vamos hasta Lyon, 350 Km de una tirada, el trayecto más largo hecho en un sólo coche hasta ahora. Esto nos hace recuperar la confianza en el auto-stop a cambio de no volver a intentarlo en fin de semana. La llegada a Lyon es pasada por agua, llueve a cántaros. Preguntando, tomamos un autobús que cuesta la barbaridad de 1,30 NF (unas 15 Pts, cuando en Zaragoza el tranvía cuesta 1 Pta.) y llegamos al albergue. De noche, ya calmada la lluvia, vamos a dar una vuelta por la ciudad, que nos parece grande y fea si bien esta impresión es de una visita muy superficial. Nos impresiona el río que la surca, el Ródano, por su anchura y caudal, que comparado con el Ebro, nuestra referencia, no hay color, a favor de aquél. Ya de vuelta en el albergue charlamos con un italiano y otro español y al rato nos acostamos.
9 de agosto, martes
Como Lyon no atrae nuestra atención, salimos con dirección a Avignon para lo que, desde el albergue, tomamos primero un autobús y luego un trolebús que nos sitúa en la carretera. Al poco rato nos para un Simca que nos lleva hasta Vienne. En esta ciudad, a orillas del Ródano, se nos hace la hora de comer sin que nos haya parado nadie en mucho rato, por lo que aprovechamos para reponer fuerzas. Tras el refrigerio, y ante la dificultad de que nos suban juntos, nos vamos intercambiando el puesto en la carretera, sin mucho éxito pues hay otros auto-stopistas delante y, normalmente, se sale por turno. Por fin entre un Peugeot 403 y un Dauphine en el que viajan un matrimonio joven con una niña pequeña y que, casualmente, se dirigen al mismo albergue que yo, llegamos a destino sobre las siete de la tarde. Para hacer tiempo a que llegue mi compañero, me aseo, tomo un bocadillo y me voy a dar una vuelta por la ciudad de los Papas. A mi regreso al albergue ya está allí mi compañero quien tiene que dormir en un camping anexo porque en el albergue no hay sitio disponible.
10 de agosto, miércoles
Decidimos quedarnos en Avignon reponiendo fuerzas antes de dirigirnos a la Costa Azul, otro mito en nuestra fantasía. Temprano, vamos a visitar la ciudad empezando por el famoso Puente de Avignon, construido en el siglo XII, al que una gran riada procedente de deshielo destrozó en el XVII, dejando sólo cuatro arcos de sus 23 originales. Después subimos a un alto mirador ajardinado desde el que se divisa una admirable vista de la ciudad, con el río rodeándola. Como empieza a hacer bastante calor, nos refugiamos en la residencia de los Papas que en el siglo XIV gobernaron la cristiandad desde este rincón de Francia hasta que Gregorio XI decidió devolver la sede papal a Roma. La sucesión de éste dio lugar al Cisma de Occidente al coexistir dos Papas, uno en Roma y otro en Avignon; el último de este lugar, Benedicto XIII, el Papa Luna, no quiso reconocer las disposiciones del Concilio que lo destituía y se retiró a Peñíscola, considerándose Papa hasta la muerte. El edificio papal, más que palacio, es una fortaleza de proporciones enormes, con murallas anchas y altas coronadas de almenas. A la terminación de la visita, el guía se coloca junto a una puerta estrecha por donde salíamos de a uno, con la mano extendida, demandando propina con poco disimulo. Malo es pasar por desconsiderados y tacaños pero peor rascarnos el vacío bolsillo, así que seguimos la pauta marcada por un español que va delante de nosotros quien, con toda naturalidad, estrecha la mano del guía en señal de agradecimiento y despedida, en lugar de depositar la moneda esperada, de manera que el pobre guía recibe tres apretones de manos en vez de los tres francos que calculaba. No es que esta conducta nos llene de satisfacción pero dada nuestra condición de turistas pobres aún nos procura algunas risas a costa del no menos pobre guía. Como se va haciendo la hora de comer, bajamos a la ciudad, compramos viandas y nos vamos al albergue a comérnoslas. Después de la siesta, mitigado un poco el calor del día, vamos de nuevo al centro y terminamos de recorrerlo: la plaza del Reloj, en zona peatonal con bares y tiendas, la parte vieja con la iglesia de San Didier y la calle de los Tintoreros. Ya de noche regresamos al albergue a cenar y acostarnos.
11 de agosto, jueves
Hasta Niza tenemos casi 300 Km por delante. Salimos, pues, temprano a la carreta pero como en las dos primeras horas no se para nadie vamos caminando hasta que nos damos cuenta de que estamos en una circunvalación que entra otra vez en Avignon; así que vuelta a andar otros tres o cuatro kilómetros hasta que por fin estamos en la auténtica salida. Para terminar de alegrarnos vemos que tenemos por delante una docena de colegas, ansiosos como nosotros, de salir de allí. A la espera de que aquello se aligere, nos sentamos a la sombra de unos árboles a comernos unas peras que hemos comprado. Al poco rato, una señora Belga que conduce un Peugeot 203, nos recoge y nos lleva la mitad de camino. Aprovechamos el trayecto para, con permiso de la señora, tomarnos un bocadillo a bordo. Otro Puegeot, esta vez un 403, nos lleva cerca de Fréjus, localidad en la que haremos parada dentro de unos días. En este punto volvemos a aguardar otras dos horas, esta vez más entretenidos porque tenemos una viña, en la que ya pintan las uvas, al alcance de la mano y le hacemos frecuentes visitas mientras entretenemos la espera. Para no alarmar, uno de nosotros se oculta y con esta estratagema llegan a parar dos coches que, al darse cuenta del engaño, salen pitando. Finalmente nos para una furgoneta 2CV que nos lleva directo a Niza. De camino, pasamos por Cannes, mito erótico-turístico donde los haya, que satisface todas nuestras expectativas: el profundo azul del mar, los chalets de lujo y la alegre y confiada naturaleza de sus bañistas en bikini, algo que sólo habíamos imaginado en España a través de alguna revista de circulación restringida. No le van a la zaga otras localidades de este trozo de costa como Saint Raphael, siempre con el mismo esquema: calas, hoteles, chalets entre pinos, todo en medio de un lujo desconocido por nosotros. A todo esto son ya las ocho de la tarde cuando llegamos a Niza y aún tenemos que subir, casi escalar, el Mont Auban para llegar al albergue; caminata que nos lleva más de una hora, y menos mal que, en el último tramo, nos recogen unos americanos en un Wolswagen, que también van al albergue. La verdad es que la vista ya nocturna de la ciudad es maravillosa: la bahía, las casas ascendiendo por la montaña, las luces del paseo marítimo con sus hoteles y el rumor del mar que no se ve pero se intuye próximo. Ha valido la pena subir tanto para tener una perspectiva tan buena. El albergue es un edificio antiguo pero confortable, regentado por unos republicanos españoles asentados allí tras la guerra civil, que sospechan de cualquier otro español desde que, nos refieren, tuvieron que desalojar de allí a unos falangistas que aparecieron con sus arreos paramilitares, como si estuviesen en Valladolid o Salamanca. Lo que no comprendo es cómo llegaron allí así uniformados, con la prevención que hay hacia las manifestaciones fascistas. Cuando vieron que éramos sólo estudiantes normales nos trataron como a compatriotas porque, en el fondo, añoraban mucho hablar en español con otras personas que no fueran de la familia, especialmente el padre, el más viejo, que no se había integrado tan bien como sus hijos o nietos en la sociedad de acogida. El caso es que en el albergue no hay plazas ni espacio para plantar la tienda, así que tenemos que conformarnos con extender el saco de dormir o la manta en el jardín, haciendo la mochila de cabecera. No somos los únicos, más de una docena de colegas nos acompañan. Rendidos de cansancio y en lo mejor del sueño, nos despierta la lluvia de una tormenta de verano que nos obliga a pasar el resto de la noche en los pasillos del albergue, gracias a la generosidad de los guardeses que se compadecen de nosotros.
12 de agosto, viernes
A medio dormir y descansar, a las siete de la mañana nos despierta la actividad en el albergue que nos obliga a desalojar el pasillo en que descansamos y trasladarnos de nuevo al jardín, donde ya no hay forma de reanudar el sueño. Nos levantamos y, para compensar el cansancio y afrontar la larga jornada que nos espera sin regresar al albergue hasta la noche dado lo lejos que está de la ciudad, nos preparamos un almuerzo fuerte. Para hacernos más incómoda la situación, la mañana está gris con lo que el aliciente de pasarla en la playa, de momento, se frustra. Optamos, pues, por empezar haciendo la visita a la ciudad. Recorremos el paseo marítimo, eje vertebral de varios kilómetros de largo y llegamos al puerto deportivo; en el camino hoteles, villas de lujo, plazas, jardines, todo nos deslumbra, y en el puerto los yates y sus propietarios en sus atuendos marineros. Somos voyeurs de un ambiente que nos da envidia pero en el que no estamos seguros de que podríamos llegar a encajar, tanta distancia mental nos separa de los inquilinos de esos barcos de lujo. A mediodía luce el sol y la gente empieza a dirigirse a la playa; otro tanto hacemos nosotros, que llevamos los bañadores debajo de la ropa. Entre baños y cabezadas en la arena, es un decir, ya que la playa tiene poca, más bien guijarros, se nos hacen las tres de la tarde, hora de comer; compramos pan, jamón y cerveza y nos acomodamos en el banco de un jardín con sombra donde damos buena cuenta de la comida. Por la tarde entramos en un cine a ver la famosísima película de Brigitte Bardot “Et Dieu créa la femme” que, por sí sola ya merecía el viaje, con lo que íbamos a presumir en Zaragoza al contar que la habíamos visto. La acción se desarrolla en Saint Tropez, donde una jovencísima y explosiva Brigitte Bardot, entre ingenua e impúdica, muestra los primeros desnudos del cine europeo y vuelve locos a los habitantes de esa villa, que en la época en que se desarrolla la acción, fin de los cincuenta, es poco más que un pueblo de pescadores que está empezando a poner de moda un grupo de intelectuales parisinos. Jean Louis Trintignat es pareja de la Bardot en el film mientras Roger Vadin lo dirige. Satisfechos de la cinta y de la experiencia de haberla visto, continuamos la visita a Niza hasta que, ya muy cansados, volvemos al albergue para encontrarnos con la misma situación de la noche anterior: no hay plazas libres; así que tenemos que acomodarnos nuevamente en el jardín a pasar la noche. Pero no es nuestro día, o nuestra noche; el encargado nos despierta para advertirnos de que la policía le ha avisado de que un grupo de “blussons noirs” rondan la zona y que estemos prevenidos. Como somos más de una docena los acampados al raso, nos damos seguridad unos a otros, pero con todo, dormimos intranquilos. Al final, los “blussons noirs” no aparecen y, aliviados, nos ponemos en marcha, como ayer, muy de mañana. Los “Blussons Noirs” son en Francia los equivalentes de los “Teddy Boys” en Inglaterra, pandillas provocadoras y agresivas que son, sobre todo, gamberros.
13 de agosto, sábado
Hoy vamos a hacer una excursión a Mónaco y Montecarlo para lo que tomamos un autobús que nos traslada hasta allí, pagando 1,20 NF. Visitamos el palacio de los príncipes, situado en una de las colinas que conforman el principiado llamada la Roca de Mónaco, desde la que se divisa una extraordinaria vista del conjunto. Los principales monumentos se encuentran en el recinto amurallado de la ciudad, como el palacio y la catedral. Cuenta también con un museo oceanográfico muy importante. Las calles de la ciudad vieja son casi todas peatonales y sólo los monegascos pueden acceder a ellas con sus coches. Bajamos hasta el mar y damos una vuelta por el puerto de Rainiero en el que sólo hay yates y barcos de lujo. Terminamos la mañana bañándonos en la playa que, al igual que la de Niza es el piedras sueltas, que no animan nada a tumbarse sobre ellas. Ya con apetito, compramos comida y nos la comemos en unos jardines a la sombra de los árboles. Después de descansar un rato subimos a la otra colina, Montecarlo, que es la zona residencial en la que se encuentra el famoso Casino y el circuito de Fórmula Uno, que forma parte de su red de carreteras. Damos unas vueltas por este distrito o zona del principado y recalamos en el Casino. Tratamos de entrar a curiosear pero no podemos pasar de la zona de las máquinas tragaperras porque no llevamos chaqueta y, aunque la hubiéramos llevado, tampoco ya que la entrada cuesta 2,5 NF, demasiado para nuestro presupuesto. Por aquí nos quedamos mirando un buen rato, imaginando cómo será el ambiente en las salas de juego donde se gastan fortunas a la ruleta o black jack. Todo este ambiente es tan fantástico que nos parece estar viendo una película pero en la que participamos, al menos, como extras. Junto a París Niza, Mónaco y en general la Costa Azul, es lo más refinado que hemos visto y que el país ofrece al turista pudiente a cambio de su dinero. No parece nada comparable a lo que hayamos podido vivir hasta ahora en nuestra corta y gris existencia provinciana. Ahítos de lujo y glamour, en versión observadores, tomamos el autobús de vuelta a Niza, recalando en la dura realidad de tener que dormir por tercera noche consecutiva sobre el cemento del jardín del albergue, y gracias.
14 de agosto, domingo
Abandonamos Niza con cierta pena por las experiencias vividas los últimos días aunque con la confianza de tener otras nuevas por delante. Como suponemos que por ser domingo la carretera va a estar saturada de coches, unido a que, por lo accidentado del terreno, no propicia las carreteras anchas y rectas, precisamente, evitamos hacer auto-stop y tomamos un tren hasta Fréjus. Dejamos Niza a las doce treinta, y una hora más tarde llegamos a destino. Desde la estación al albergue hay más de tres kilómetros, que recorremos bajo un fuerte sol y donde llegamos sudorosos y hambrientos. Plantamos la tienda y nos hacemos la comida. Después de comer, Clavería se queda descansando y yo me acerco hasta el pueblo y me baño en la playa que ya no es de grava y piedras como en Niza y Mónaco sino de arena dorada bastante fina. Pasada la tarde, hago un poco de compra y regreso al albergue donde sigue mi compañero, y allí cenamos. Entretengo la sobremesa hablando con un chico alemán de 17 años como yo, pero un hombretón ya, Ulrich Meier, que está muy interesado en conocer la fiesta de los toros. Trato de explicarle las diferentes suertes de la lidia, de lo que queda muy complacido a pesar de que no sé cuánto habrá entendido, y me doy bastante tono sintiéndome el maestro respecto al atento aprendiz, imbuido por el mito del toreador español. Promete que su próximo viaje será a España para ver una corrida de toros. Ya tarde, nos acostamos.
15 de agosto, lunes
Madrugamos, recogemos la tienda, pagamos el albergue y vamos hasta el pueblo donde desayunamos en un bar y hacemos la compra imprescindible de supervivencia. Camino de la salida a la carretera vamos observando en las inmediaciones de Fréjus los efectos, aún parcialmente visibles, de la catástrofe que ocurrió en diciembre del año pasado, que recordamos perfectamente por el alcance que tuvo en la prensa, al derrumbarse la presa de un pantano que produjo más de cuatrocientas víctimas mortales y cuantiosos daños materiales: naves industriales, polideportivos, casas, fincas, huertas anegadas y destruidas, un desastre, en fin. Se ha restaurado la vía férrea destruida y levantado pabellones provisionales mientras se procede a reparar definitivamente los daños. Hoy es festivo en Francia, puente e inicio de la segunda quincena de vacaciones por lo que la carretera, no muy buena, va llena, de forma que pasa mucho rato sin que nadie nos pare y decidimos separarnos a ver si así hay más suerte. Al poco veo a mi compañero, que se ha puesto delante, pasar en un Renault 4 CV; por mi parte espero y espero sin éxito. De cuando en cuando camino con la mochila a la espalda restando distancia al trayecto. Pasado el mediodía, me como un bocadillo a pié de carretera y me echo una siesta hasta media tarde. Vuelvo a intentar el auto-stop, sin resultado otra vez, así que sobre las siete, muerto de hambre, me voy a un pinar cercano, recojo leña, hago un fuego y me frio un par de huevos con chorizo para compensar lo escaso de la comida. Ya más templado de estómago y de ánimo, hago un último intento de salir de allí cuando veo venir andando, tan fracasado como yo, el alemán a quien anoche estuve explicando una corrida de toros. Decidimos, por seguridad, permanecer juntos y pasar la noche en el pinar próximo. Como mi compañero se ha llevado la tienda sólo tenemos los sacos de dormir, menos mal que el tiempo es bueno. Hablando de los medios de seguridad con que contamos, yo le enseño mi navaja y él un revólver en miniatura, pero plenamente efectivo, que dispara unos balines pequeños; me cuenta que el año anterior, haciendo camping, forcejeó con un turco y se disparó la pistola hiriendo a este en la mano y que él mismo ayudó a curar vendándosela; aunque el revólver es pequeño, me produce una gran impresión y hablamos de cómo lo ha conseguido y de que está prohibido portarlo sin licencia, que no tiene. No sé si tranquilizado o no, estamos a punto de acostarnos cuando escuchamos pasos cercanos en la oscuridad y nos sobresaltamos; empuñamos cada uno su material defensivo y nos enfrentamos a un asustado italiano que cruza el pinar para visitar unos amigos de la fábrica en la que trabajan. Los tres estamos asustados pero el italiano supongo que más, a pesar de que ya es un hombre, porque nosotros somos dos. Aclarado el incidente, nos identificamos mutuamente, quedando el italiano tan aliviado que se hace amigo nuestro y nos quiere invitar a cenar en casa de sus amigos. Le agradecemos el gesto pero declinamos las invitación debido al cansancio y a que tenemos que madrugar para intentar salir de allí cuanto antes. Por su parte, nos dice que tiene que volver a pasar por allí de regreso a su casa, que no nos preocupemos si oímos pasos otra vez. Así nos acostamos, sin otro percance.
16 de agosto, martes
Ulrich y yo salimos a la carretera después de almorzar y de habernos intercambiado las direcciones con la promesa de escribirnos, y en seguida se detiene un Fiat 600 conducido por un italiano que nos recoge a los dos, dejándole a él en un cruce hacia Aix en Provence, donde se dirige, y continuando yo con el conductor hasta Marsella. Aquí me aprovisiono de lo básico para alimentarme y me lo como en los muelles. No es mi idea quedarme en la ciudad ya que quiero seguir camino adelante, por lo que sólo veo de ella lo que me coge de paso hasta la salida a la carretera en dirección Montpellier; parece una ciudad grande con una intensa actividad portuaria. Tengo que andar más de una hora hasta encontrar la salida, que resulta ser una excelente autopista de tres carriles en cada sentido, y en la que ya se me adelantan seis u ocho compañeros de fatigas, así que continúo caminando hasta que más o menos me he quedado solo para la tarea; no obstante nadie se detiene y decido descansar con una siesta a pie de ruta. Cuando me despierto vuelvo al tajo, esta vez con más suerte, ya que se detiene un Renault Dauphine nuevecito, conducido por un inglés que parece un personaje de novela de Agatha Christie, con sombrerillo de cuadros de ala corta y plumilla y chaqueta a juego con el sombrero, o viceversa, extendida cuidadosamente en el asiento trasero. A pesar de los esfuerzos, no consigo colocar una mala frase de agradecimiento ni de otras, tal es mi carencia del idioma inglés y la suya del francés, no digamos ya del español, por lo que nos dedicamos a fumar de su tabaco, Senior Service, muy rubio sin filtro, que pica un poco y que es la primera vez que veo y pruebo pero que me gusta bastante más que los Peninsulares mataquintos que he traído de España, que por cierto ya se están agotando. Quedo muy frustrado por la imposibilidad de comunicarme con este buen hombre, del que sólo he conseguido conocer el nombre, Robert, y que está de vacaciones, frustración que prometo subsanar estudiando inglés en cuanto vuelva a España. Llegamos a un pueblo llamado Salon donde se va a detener o desviar, no recuerdo, y para despedida me invita a una cerveza y al último Senior Service que probaré en mucho tiempo. Nos despedimos con mucha gesticulación y pocas palabras y continúo mi camino hacia Séte donde he quedado con mi compañero. En la plaza donde hemos tomado la cerveza hay en su centro una fuente árbol o árbol fuente que me parece muy original; desde lo alto del tronco vierte un chorro de agua que lo envuelve, cayendo en un pequeño estanque en el que se asienta el árbol. Prosigo mi camino, me sitúo en la carretera, sin competencia aunque también sin éxito. Meriendo y me pongo de nuevo a la labor sin mejores resultados, por lo que me acerco a una granja a pedir permiso por si tengo que dormir por allí. Oscurece y cuando empiezo a pensar en que me tendré que quedar donde estoy, para un Renault 4 CV que me lleva hasta Arles, dejándome bien situado en la carretera. Ya casi no se ve y aún me quedan 100 kilómetros hasta el destino fijado. En una gasolinera próxima pregunto a una matrimonio que viaja en un Citroen 2 CV si me pueden recoger y, a pesar de que llevan el coche desordenado y lleno de trastos, me hacen un hueco por caridad y me dejan a unos 40 Km de Montpellier. De noche oscura, al borde de la carretera, buscando refugio donde pasar la noche, sin hacer señal alguna se detiene un deportivo americano de dos plazas, con la capota de lona echada pero sin puertas y me lleva hasta Séte, desviándose de su camino, por ayudarme. A pesar de que las dificultades con el idioma son las mismas que en el caso del inglés, conseguimos entendernos algo: que soy español camino de Séte, y que él es un piloto americano estacionado en Alemania que viaja a España de vacaciones. Debe considerar buen augurio haberse topado con un español, anticipo de los que encontrará en la Costa Brava. Por la empatía y por el frio que entra en el coche sin puertas, nos aplicamos a terminarnos, bebiendo a morro, una botella de algo parecido a moscatel que ha comprado por el camino. Llegamos así a Séte muy contentos ambos, yo por haber llegado por fin y él por estar más cerca de la frontera a donde se dirige sin pararse; ya descansará cuando llegue a España, consigo imaginar que dice. Con buen ánimo, aunque cansado, empiezo a caminar buscando a alguien a quien preguntar por el albergue cuando escucho que una señora mayor, francesa, que pasea el perro se dirige a mí en español, con fuerte acento francés, diciendo: ¿Qué buscas, chico? Sorprendido por cómo había sabido que era español, me comenta que es viuda de un español emigrado a Francia hace muchos años y que los conoce bien. Me trata con mucho afecto, como a un nieto, y me informa de cómo llegar al albergue, lo que redobla mi buen humor ante la perspectiva de comer y descansar. Pero el día no termina bien. Cuando a las once y media voy a registrarme, descubro con amargura que he perdido por el camino una carpeta en la que llevo los documentos personales y de viaje: pasaporte, mapas, carnet de albergues, seguro, postales y papel de escribir. Encuentro a mi compañero ya en la tienda, le cuento mis pesares y me acuesto rendido, hambriento, cabreado y pensando cómo voy a resolver el problema del pasaporte cuando me queda, además, tan poco dinero, porque, afortunadamente, el que me queda no estaba en la carpeta de los papeles. Mañana será otro día.*
* Tres meses más tarde recibí desde el consulado de España en Burdeos la carpeta perdida, sin que faltara nada. Lo más probable es que se deslizara del compartimento de la mochila por estar descorrida la cremallera que lo aseguraba, en el Citroen 2 CV que me ayudó a llegar hasta Séte, cuyo conductor, cruzando Francia por el sur de este a oeste, lo entregara a la policía en Burdeos y ésta al consulado español.
17 de agosto, miércoles
Me despierto temprano, deprimido por ver cómo voy a resolver la papeleta del pasaporte. Después de desayunar hablo con el responsable del albergue para preguntarle por el consulado más próximo y me da la buena noticia de que hay uno en Séte. Más sosegado, me dirijo allí y, tras explicar el caso a una funcionaria, me recibe el cónsul en persona; se muestra muy amable y comprensivo y me pregunta si también he perdido el dinero. Me dice que no hay ningún problema pero que debo hacer algunas gestiones para que me puedan extender un salvoconducto que sustituya el pasaporte, para cruzar la frontera: hacer una denuncia de pérdida en la policía y llevar catorce fotografías tamaño carnet. Ya tranquilo por lo fácil que está resultando la solución del problema que me agobia, voy primero a una comisaría de policía, donde los desocupados gendames me toman un poco el pelo por lo complicado de la situación, alegan, pero al verme desorientado y nervioso me consuelan con vigorosas palmadas en la espalda, diciéndome que es broma, que no me preocupe y rápidamente me dan copia de la denuncia; ellos mismos me indican dónde hay una tienda de fotografía en la que me cobran 100 NF por las fotos, que me parece un atraco aunque, teniendo en cuenta que yo contaba con tener que desplazarme a Marsella o Montpelier, los pago resignado. Las fotos estarán mañana por la tarde, lo que va a retrasar algo nuestra salida hacia España. Terminadas las gestiones vuelvo al albergue donde espera mi compañero y después de comer vamos a dar una vuelta por la ciudad. Camino del puerto seguimos el curso de un canal ancho, cruzado por puentes, que hace de vía de gabarras y barcos de placer. En uno de los puentes nos quedamos un rato viendo cómo trabaja un buzo, inyectando hormigón con un cubo sobre la base de una pilastra; no trabaja a más de dos metros de profundidad pero su vestimenta es la de las películas: pesada escafandra con visor en la careta, traje de lona, zapatones metálicos, pesos de plomo en la cintura, tubo de respiración y sujeción a un cable que lo mantiene controlado. El recorrido que hacemos por la ciudad nos encanta; desde el puerto podemos situar el albergue, a media ladera de una colina llena de vegetación. Ya casi anochecido, regresamos a pie.
18 de agosto, jueves
Entretengo la mañana en el albergue colaborando en tareas de limpieza y haraganeando de aquí para allá. Después de comer voy a recoger las fotos como acordamos y con ellas al consulado español; en cuestión de minutos me hacen un documento que, firmado por el cónsul, me permitirá pasar la frontera como si llevara el pasaporte; así que todo ha quedado en un disgusto momentáneo que se ha resuelto con suerte y 100 NF. Relajado, doy un paseo por el puerto y regreso al albergue. Allí está mi compañero jugando a petanca, el juego nacional francés, con otros residentes a los que me uno. Aunque no es la primera vez que vemos jugar sí es la primera que tenemos unas bolas en la mano y empezamos a familiarizarnos con voces como “tireur”, “pointer” y otras, además de conocer las sencillas reglas del juego consistente en lanzar una bolita de madera a unos cinco metros, esforzándose los jugadores en aproximar las bolas de metal a la bola pequeña los unos y lanzando las suyas contra las de los oponentes para separarlas y quedarse más cerca de la bolita, los otros. Después de cenar charlamos con unas francesas vecinas de tienda y nos vamos con ellas hasta la playa donde hay un baile público. Al poco de llegar, Clavería, que no sabe bailar, dice que se aburre y se vuelve dejándome con las dos. Cuando termina el baile hacemos auto-stop los tres, y por este sistema llegamos al albergue. Ir con chicas es una garantía de viajar rápido.
19 de agosto, viernes
Nos levantamos sin prisas y vamos a hacer la compra del día; luego nos preparamos un copioso almuerzo a base de huevos fritos, pan con mantequilla y leche, que nos permita aguantar hasta la hora de una temprana cena. Bien nutridos, vamos andando hasta la playa que se encuentra a unos tres kilómetros, donde nos quedamos hasta las cinco de la tarde. La playa es larga, de arena fina y poca profundidad. Antes de llegar a esta gran playa hay una serie de playitas o calas en las que se está muy a gusto. Nos bañamos a menudo y hacemos amistad con unos húngaros que nos invitan a fruta, vino y cigarrillos además de a comer, que no aceptamos porque nos parece demasiado. Por cierto, de Hungría sólo sabemos que un intento de distanciamiento del estalinismo imperante desde la II Guerra Mundial, en noviembre de 1.956, había terminado en el aplastamiento de la revolución popular, con miles de muertos; nos chocaba que unos estudiantes húngaros hicieran camping como si tal cosa, en la creencia que de allí no salía nadie sin mucha influencia pero de eso no hablamos, sólo de nuestra afinidad como jóvenes estudiantes. Nos despedimos de los húngaros y regresamos al albergue donde nos preparamos una abundante merienda-cena. Ya de noche, nos reunimos un grupo de campistas franceses, españoles e italianos quienes, cada uno con sus medios, cantamos canciones de nuestros respectivos países. Como suele ser frecuente, los españoles nos quedamos finalistas cantando las canciones de la “tuna”, coreados por los otros compañeros, subiendo el tono de las canciones y de las risas hasta que el jefe del albergue nos manda a todos a la cama.
20 de agosto, sábado
Me despierto temprano, y mientras mi compañero sigue durmiendo, me siento a la puerta de la tienda tomando un sol matutino que aún no calienta demasiado; medio adormilado aún percibo como unos reprimidos gemidos provenientes de la tienda de al lado, de los que deduzco que la pareja que la habita, unos jóvenes franceses bastante bajos y feítos ambos, todo sea dicho de paso, se están echando un kiki matutino, con poca efusión, porque la lona de la tienda no amortigua nada. Resulta que esta pareja, además de poco agraciada también es poco cordial pues nos soltaron una bronca por haber plantado la tienda demasiado cerca de la suya o algo así; claro, necesitarían intimidad para el amor. También resulta que el chico se había dejado unas sandalias a un lado de la tienda que yo, en mi necesidad, consideré que se quería desprender de ellas, sin pensar que quizá lo había hecho como los musulmanes al entrar en la mezquita. El caso es que el calzado que yo había llevado de España ya hacía tiempo que había cumplido con su cometido, después de tantos kilómetros acumulados en sus suelas. De los dos pares de zapatillas, uno ya ni recuerdo dónde se había quedado y el otro tenía agujeros en los lados y en la suela, aparte de que “cantaba” hasta La Traviatta, mejor que Caruso; así que, sin pensármelo dos veces, cogí las franciscanas sandalias, que me venían pintiparadas, me las calcé, tiré mis putrefactas bambas a la basura, desmontamos la tienda, pagamos el albergue y nos fuimos sin que los maromos se hubiesen levantado, en un segundo sueño, supongo, tras el esfuerzo amoroso. Cuando realmente comprendí que aquello había sido un hurto se me cayó la cara de vergüenza, aunque me consolé pensando que había sido uno menor y, en todo caso, famélico, por necesidad. Al salir del albergue nuestra intención era llegar a España pero las cosas no resultaron como las proyectamos. Cuando nos colocamos en ruta son más de las once y tenemos por delante media docena de colegas, de manera que empezamos a andar carretera adelante y llegamos a la playa en la que nos bañamos ayer. Puesto que nadie nos para, aprovechamos para darnos un baño, comer un bocadillo y echarnos una siesta, y a las cinco volvemos al tajo. Un Simca nos lleva hasta Narbonne y un Citroën Stromberg nos deja en un pueblo pequeño llamado Sigean cuando ya ha oscurecido. Esta segunda etapa del viaje no está resultando tan fácil como la primera hasta Paris, incluso Lyon; por la costa las carreteras son estrechas, con mucho tránsito al ser periodo de vacaciones, y el modo de viajar que utilizamos se ralentiza. Escasamente hemos avanzado cien kilómetros desde Séte. Intentamos continuar, sin resultado, y decidimos acogernos a la protección de un jardín público donde extendemos los sacos de dormir, sin montar siquiera la tienda, y pasamos la noche sin nadie que nos moleste.
21 de agosto, domingo
Nos levantamos temprano, nos quitamos las legañas en una fuente y damos cuenta de un poco de pan con salchichón que llevamos del día anterior. Estamos terminando el frugal desayuno cuando una familia francesa que ha acampado de emergencia en el mismo lugar nos invita a café con leche, que nos sabe a gloria y nos entona un poco el estómago y el espíritu. Rápidamente nos colocamos en la carretera y al poco rato nos para un Simca Versalles que nos lleva hasta Perpiñán; en este punto tenemos tres o cuatro auto-stopistas delante de nosotros. A la espera de que se desaloje esto un poco, me pongo a buscar unos palos con los que hacer un fuego y prepararnos algo de más enjundia que lo de la mañana, cuando se detiene otro Simca que nos lleva a Boulou, a diez kilómetros de la frontera. Ya tenemos prisa por llegar a España, sobre todo porque casi no nos quedan francos, pero tenemos que continuar en suelo francés ya que a las cinco de la tarde nadie nos ha recogido. Nos acercamos a un camping cercano donde plantamos la tienda para pasar la noche, la última en Francia, esperamos. En un hotel próximo se celebra el campeonato de petanca de los Pirineos Orientales, al que acuden los mejores jugadores de la región, y disfrutamos como espectadores de la habilidad que tienen estas personas para aproximar los unos y quitar los otros, respectivamente, las bolas del boliche. Como complemento del campeonato se celebra una verbena con baile en la que nos colamos y estamos entretenidos hasta que pasadas las doce nos retiramos al camping. Hoy ha sido otro día de escaso rendimiento, apenas sesenta kilómetros.
22 de agosto, lunes
Con la mayor esperanza de llegar a tierra de pesetas nos duchamos, recogemos la tienda y nos acercamos al hotel próximo a desayunar, en el que nos dejamos los últimos francos (5,70NF), una barbaridad. Ya en ruta, un Simca Versalles nos lleva hasta la frontera donde los del coche, que querían cruzar con un pase de 24 h. son rechazados en la parte española por alguna razón que no entendemos. Con el salvoconducto no tengo ningún problema ni en la policía francesa ni en la española; aquí la guardia civil le muestra a un pobre hombre que pretende pasar a España sin papeles lo que tiene que hacer para entrar, mostrándole mi documento. En la misma frontera nos recoge un Peugeot 403 que se dirige a Barcelona; nos bajamos en Gerona para ir desde aquí a la Costa Brava. Dejamos las mochilas y la tienda en la consigna de la estación del trenecillo -“carrilet”- que nos llevará a San Felíu de Guixols. Nos vamos a comer a un restaurante típico catalán y después a visitar la ciudad, que nos encanta; el ancho río Oñar surca la ciudad, con las fachadas posteriores de las casas de colores, el barrio judío, la catedral en la que se mezclan todos los estilos. Una ciudad medieval, al menos el casco antiguo. Después de la visita nos aprovisionamos de comestibles y vamos a la estación desde la que el “carrilet” nos lleva a S. Felíu. Llegados ya de noche, buscamos un camping, acampamos y, casi de inmediato, nos acostamos.
23 de agosto, martes
Amanecemos temprano, deseosos de conocer las bellezas que nos cuentan encierra la Costa Brava. Hacemos un desayuno fuerte con provisiones adquiridas en el bar del camping y nos bajamos a la playa. El camping está situado en una suave ladera en la que se han aplanado zonas sobre las que se asientan las tiendas de campaña y las caravanas; apenas a cien metros del camping hay una pequeña playa o cala poco profunda, de arena fina. Alquilamos un patín a pedales y vamos recorriendo un trecho cerca de la costa. Desde esta pequeña embarcación empezamos a apreciar la maravilla que es la Costa Brava: laderas rocosas que descienden hasta el mar, con pinos en posiciones extrañas, agarrados a la escasa tierra disponible entre las grietas de las rocas. Y debajo el mar, transparente, verdoso, que permite contemplar las rocas a distintas profundidades y los peces moviéndose entre ellas. Por encima, el intenso azul del cielo. Este naturaleza, aún poco deteriorada por la presión humana, la convierte en un paraíso en el que muchos extranjeros y algunos nacionales procuramos disfrutarla a fondo. Ya que acabamos de estar en la Costa Azul, la comparación es inevitable. La riqueza, el esplendor y el glamour, para ellos. La naturaleza, la belleza y el encanto, para nosotros. La magia de las profundidades nos invita a zambullirnos en el mar pero los negros pasadizos entre las rocas nos asustan y rápidamente nos subimos al patín porque, la verdad, ni tenemos experiencia ni somos buenos nadadores. De este primer contacto con la Costa Brava quedamos muy impresionados, dispuestos a seguir disfrutando de su belleza los días que nos quedemos. Después de comer y descansar en el camping, vamos a visitar el pueblo. Deambulamos por el paseo marítimo, con árboles y mansiones antiguas, alguna de mucha solera, que coexisten con los bares, bolera y locales de espectáculos que está generando el incipiente turismo. Desde aquí se ven los pequeños barcos que enlazan localidades de la costa más o menos próximas que, en estas fechas van llenos de turistas que aprovechan este medio de transporte para desplazarse y bañarse en otras playas. También visitamos el Ayuntamiento y el monasterio románico. Nos encanta este pueblo que combina la burguesía local con el turismo, que está empezando a cambiar el estilo de la ciudad, al menos en verano. Regresamos al camping, cenamos y nos acostamos.
24 de agosto, miércoles
Desayunamos fuerte, con la intención de pasar el día en la playa y descubrir la naturaleza de la costa brava; así pues, seguimos un camino que bordea el mar y pasando entre varias playitas o caletas casi privadas en las que sólo se bañan los residentes de los hoteles próximos y los curiosos como nosotros que queremos ver lo más auténtico del litoral, llegamos a una zona de rocas en la que nos quedamos. El mar está azul y tranquilo y nos bañamos con cierta prevención porque aquí o sabes nadar o mejor no meterse; impresiona la profundidad del agua que pasa de la transparencia en la superficie a la oscuridad según te vas sumergiendo. Al rato llegan unos muchachos suizos que vienen preparados para bucear con gafas y aletas. Deben descubrir la envidia con que les miramos y nos prestan su material para que disfrutemos un poco bajo el agua. Tras varios ensayos, pues es la primera vez que me pongo unas gafas y tubo de bucear, me voy sintiendo más relajado y comienzo a disfrutar, tras las tímidas inmersiones iniciales, de otras más largas y profundas. Es emocionante acercarse a las grietas por las que desfilan peces que, por efecto del aumento de las gafas parecen enormes, que te obligan a subir pitando del susto. Poco a poco vas tomando las proporciones y al cabo de un rato disfrutas como un loco de esta primera experiencia submarina. Como inexperto nadador de piscina, este primer buceo resulta de lo más excitante y gratificante. Como los suizos no reclaman las gafas, buceamos una y otra vez hasta que nos da vergüenza y se las devolvemos, sintiendo entonces lo agotador que resulta sumergirse tantas veces con la inexperiencia que tenemos. Estamos rendidos pero ha valido la pena. Tarde ya vamos al camping a comer, tras lo que nos acostamos la siesta para recuperarnos del cansancio de la mañana. Por la tarde damos un paseo por el pueblo, tomamos un bocadillo y al anochecer nos metemos al cine a ver un programa doble: “Sombras en la noche” e “Historia de un condenado”. Cuando llegamos al camping son más de las dos y media.
25 de agosto, jueves
Amanece nublado, incluso caen unas pocas gotas de lluvia. Después de desayunar bajo al pueblo a esperar que despeje; recorro el puerto, los muelles y me entretengo viendo practicar ski acuático desde la playa. Al rato sale el sol y me voy al camping a ponerme el bañador. Con mi compañero bajamos a la playa donde pasamos el resto de la mañana. Hacia las tres volvemos al camping, comemos y empezamos a desmontar la tienda y preparar las mochilas. Pagamos la estancia y vamos al pueblo donde tomamos un autobús a Caldas de Malavella y de aquí el tren hasta Barcelona. Entablo conversación con un viajero quien casualmente vive cerca de donde vamos nosotros y se ofrece a acompañarnos; en efecto, nos lleva hasta la Alianza, importante hospital del norte de la ciudad, cercano al de San Pablo, más importante todavía, y nos indica cómo hacer para llegar, respectivamente, a casa de la tía Rosario donde me quedaré yo y al albergue en el que se alojará Clavería, cerca de aquí. Esta zona de Barcelona ya la conozco un poco porque he estado antes en un par de ocasiones; una, con mis padres, a los catorce años en casa de la tía Rosario y otra el año siguiente en casa de mi tío Ángel, una calle más arriba. Me presento de sopetón, sin avisar, pese a lo que se llevan una alegría al verme y admiración al comentarles brevemente el largo viaje que rinde fin ahora, especialmente por parte de mi primo Daniel, de la misma edad que yo y compadre de correrías infantiles en Gargallo, quien está también residiendo con la tía Rosario, casi recién llegado del pueblo con intención de quedarse a trabajar y buscarse la vida en la ciudad; de hecho ya ha encontrado trabajo. La tía telefonea a casa de su hermano Ángel y en seguida se presenta mi primo Angelín, muy colega mío también a pesar de que me lleva dos años, que se encuentra de vacaciones en estas fechas. La tía Rosario me prepara la cama pero la cena la voy a hacer en casa del tío Ángel; antes nos pasamos por el bar de Paco donde se reúne la peña Chin-Chin, a la que acude Angelín y nos tomamos una cerveza. Durante la cena me hacen muchas preguntas del viaje a las que les doy cumplida respuesta y se quedan muy halagados cuando valoro mejor la Costa Brava que la Azul. No en vano son o se sienten catalanes. Después de cenar voy a casa de la tía Rosario a dormir.
26 de agosto, viernes
Mi primo Ángel ha ido a la playa con unos amigos, de manera que Clavería y yo aprovechamos para visitar la ciudad. Viene a buscarme a casa y tomamos un autobús que nos lleva al Paseo de Gracia; desde aquí vamos bajando por la Plaza de Cataluña y las Ramblas hasta Colón. El paseo de Gracia tiene los edificios más representativos del modernismo catalán, impulsado por el renacer de la cultura catalana de la Renaixença, con firmas de Gaudí, Doménech y Montaner y otros. Comparado con la arquitectura del París del siglo XIX que hemos visto recientemente no nos deslumbra; sin embargo, es la mejor que hay en la España de la época. Pasamos el resto de la mañana por el puerto, en el que hay una réplica de la Santa María, nave capitana de las tres que llevó Colón en su viaje de descubrimiento de América; subimos a una “Golondrina”, barca de recreo que lleva desde Colón al final del espigón, que cierra el puerto de mercancías desde el que se divisa una bella vista de la ciudad, con Montjuic enfrente y su cementerio escalonado con los nichos mirando hacia el mar. De regreso al puerto y acabada la mañana, cogemos un tranvía que va hacia la parte alta de la ciudad y me apeo en la Travesera de Gracia. Mi compañero continúa hacia su residencia. Como ya me sitúo en la ciudad, encuentro el camino a casa sin necesidad de preguntar. Angelín vuelve de la playa después de comer y esperamos a que mi compañero se reúna con nosotros. Juntos vamos a casa del tío Enrique y después a la peluquería del tío Ángel en la plaza de la Sagrada Familia, desde donde telefoneamos al primo Daniel, que se reúne con nosotros y los cuatro damos una vuelta por el Barrio Gótico y las tascas de la calle Avignó y alrededores. A la hora de cenar vamos a casa del tío Ángel, con mi compañero de invitado. Después de cenar mi primo y yo acompañamos a Clavería al albergue, pasamos luego un rato en la peña Chin-Chin y nos vamos a dormir.
27 de agosto, sábado
Mi primo Ángel y yo esperamos a mi compañero un rato para continuar la visita a Barcelona, y como no viene vamos a buscarle al albergue donde se aloja pero tampoco está allí. Algo le ha debido surgir porque habíamos quedado en encontrarnos esta mañana. Decidimos, pues, continuar la ronda de visitas a la familia, dirigiéndonos en primer lugar a casa de la tía Dolores y el tío Jorge quienes trabajan como guardeses en la finca de un industrial barcelonés; nos presentan a los amos y permanecemos un rato por allí. A nuestra vuelta al centro Ángel tiene una gestión que hacer en el banco y le espero mientras la resuelve. Como se acerca la hora de comer, vamos a casa de mi primo donde ya nos aguardan sus padres y la comida. Volvemos a esperar que Clavería se pase por aquí para salir juntos pero tampoco se presenta, así que Daniel, que se nos incorpora después de haber trabajado por la mañana, y yo acompañamos a Ángel a Montjuic a hacer una visita profesional, y aprovechamos para recorrer el parque, que yo ya conocía de una visita anterior a Barcelona. Terminada la gestión en Montjuic, vamos a casa del tío Antonio donde cenaremos. Como aún es temprano, continuamos la ronda de visitas familiares en la casa de los tío Salvador y Maruja, quienes nos invitan a ir con ellos a la playa en su coche al día siguiente. Volvemos para la cena a casa del tío Antonio, tras lo que regresamos a dormir a nuestros respectivos alojamientos.
28 de agosto, domingo
Nos despierta temprano el teléfono para advertirnos que la invitación de los tíos Salvador y Maruja para ir a la playa queda cancelada por indisposición de su hijo Salvadorín, nuestro primo más pequeño, de sólo seis años. Como teníamos previsto bañarnos, vamos al albergue de la juventud en que se aloja Clavería y pasamos la mañana en la piscina. Tampoco en esta ocasión vemos a mi compañero. Después de comer en casa del tío Ángel, recogemos a Daniel y los tres primos vamos a las Ramblas/Plaza Real donde pasamos la tarde tomando unas cervezas. Por la noche, después de cenar, nos despedimos de mis tíos Julio y Rosario, y terminamos los tres primos en el bar de Paco tomando café y copa. Esta visita a Barcelona me deja un sabor agridulce. Por un lado me ha alegrado poder visitar la familia que, en diferentes momentos, ha ido emigrando desde el pueblo, Gargallo, en la provincia de Teruel, a Barcelona, siguiendo la corriente natural de las migraciones interiores, que siempre había tenido en esta ciudad el referente más próximo de desarrollo y oportunidad. De hecho, de los siete hijos vivos que tuvieron mis abuelos paternos, seis de ellos terminaron en Barcelona en los treinta años largos que van desde antes de la Guerra Civil hasta finales de los cincuenta del siglo XX; sólo mis padres realizaron una migración más corta, dentro del propio Aragón, desde la provincia de Teruel a Zaragoza. Por otro, llego a Barcelona prácticamente sin dinero y así está también mi primo Ángel que ya lo ha gastado en sus días anteriores de vacaciones, de forma que los alicientes que la ciudad ofrece, pagando, tenemos que dejarlos para mejor ocasión. Con esta sensación, nos vamos a dormir.
29 de agosto, lunes
Hoy es el día de vuelta a casa. Ángel me acompaña temprano a la estación de Francia con la intención de tomar el tren rápido a Zaragoza pero resulta que no hay billetes. Así que vamos a la del Norte donde encuentro a mi compañero Clavería y sacamos billete para el tren Correo que sale a las nueve de la mañana. Él baja en Tamarite de Litera y yo continúo a Zaragoza, llegando a las ocho de la tarde en un viaje de casi doce horas. Se pone así punto final al viaje que comenzó el 18 de julio, en el que hemos recorrido más de tres mil kilómetros y en el que me he gastado las tres mil pesetas que me regaló mi padre como premio por haber aprobado el Preuniversitario. Fin de trayecto.
Félix Serrano
Zaragoza, septiembre de 1.960